Rembrandt y la religión del arte por danimundo
La última vez que estuve en Ámsterdam fue con mi hija pequeña. Como buen pajuerano, lo primero que hice después de dejar las valijas en el hotel fue ir a un coffee shop. Mi hija me esperaba sentada mirando las lanchas por el canal.
Después íbamos a ir a un museo. A ella no le gustan los museos, lo que ella no sabe es que a mí tampoco. Pero con el Rijksmuseum la cosa cambia. Soy un adicto mal a su santo más grosso, el único que tiene una sala reservada para él solito, me refiero al señor Rembrandt Harmenszoon van Rijn, quien supo forjarse una de las vidas más trágicas que yo recuerde. En realidad íbamos a ir al Van Gogh, al que ella quería ir porque lo había visto en el colegio, pero en el Van Gogh no había entradas: incluso en la era prepandémica las entradas de ese museo se agotaban con una semana de antelación.
Fuimos caminando hasta la Museumplein, parando en cada plazoleta que nos salía al paso. Serían 20 cuadras desde donde estábamos. Antes de entrar al museo estuvimos sentados en el parque que lo rodea, ella jugando con cinco pedacitos de cosas que había encontrado por ahí, y yo fumando tranquilo, sin apuro, captando lo que dibujaban las nubes en el cielo. Como decían los existencialista de pura sepa, “no sé cuánto tiempo pasó en los relojes”.
En el momento en el que nos estábamos acercando a nuestro objetivo, la híper famosa Ronda nocturna, le pedí que se callara un rato, que nos calláramos un rato. Fue al pedo: el murmullo general y el ruido de las pisadas al arrastrarse era peor que el zumbido de un parlante mal enchufado. La clase media quiere que sus experiencias sagradas sean solitarias, aunque solo llegue hasta ellas porque las masas lo cubrieron todo. Si la ola de las masas no hubiera llegado hasta ese rincón del mundo, el clase media tampoco estaría ahí, creyendo que ese mensaje que percibía y trataba de entender le estaba destinado desde que nuestro héroe había levantado el pincel y se había hecho la sombra. Para mí Rembrandt es el pintor de las sombras. Posiblemente se sintiera atraído por la luz, pero para mí era porque lo que deseaba era pintar las sombras.
A Rembrandt le encantaba andar por la corte codeándose con todos, pero murió en la miseria y solo. Otro día tal vez interprete Ronda nocturna y cuente por qué este cuadro torció el destino de Rembrandt. Siempre me resultó gracioso que hasta su restauración científica a mediados del siglo pasado este cuadro se había llamado, ironías de lado, Night Watch: ahora sabemos que la escena ocurre a plena luz del día, y que lo que durante siglos evaluábamos como noche, en realidad era el barniz echado a perder.
Igual, ¿la verdad?, más que Ronda nocturna lo que yo quería ver era el autorretrato en el que Rembrandt se representa como San Pablo, que cuelga solitario en una sala contigua. Me compré la postal, que tengo en mi mesita de luz. San Pablo levanta las cejas como diciendo: “Y bue, qué querés, ¿no sabías que era así?”. Si la mirada interroga, la boca es de resignación. Las arrugas de la frente y lo desmejorado de los cachetes dan cuenta de todo el tiempo que ha pasado, una vida, casi. En la mano tiene sus epístolas, pero sacándolo apenas un poco de contexto tranquilamente pueden ser un periódico con noticias de actualidad. No es el rostro de un iluminado o un postiluminado, es el eterno rostro del que tuvo mala suerte y aprendió a aceptarla. Es el rostro de un filósofo, o mejor: de un sabio. Alguien que casi buscó la mala suerte, y obvio, terminó encontrándola. Lo hizo porque prefirió renunciar a la suerte que a sus principios y a los principios de sus amigos, que habían sido destituidos de sus cargos. A veces pienso que la eternidad es muy injusta.
Que Van Gogh muriera en la miseria es medio incomprensible, pero también lógico: era un momento de revoluciones. Pero que Rembrandt lo hiciera, cuando era la época de la plenitud del imperio, tiene un mérito, que yo comparo con la elección de vida que hizo uno de sus contemporáneos —vale aclarar que los únicos 2 pintores que a mí me interesa ver el color original son estos, tal el tamaño de mi ignorancia—. Posiblemente Spinoza y Rembrandt nunca se cruzaron en alguna callejuela de Amsterdam, pero ellos son los lugares a los que yo retorno cuando lo real se me hace insoportable.
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