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Microrrelatos de arte: Warhol

Una vez le preguntaron a Warhol si se miraba en el espejo.

Respondió: “No. Es durísimo mirarse al espejo. No se ve nada”


“Si alguien falsificara mi arte, me sería imposible identificar las copias”

por danimundo


Es loco, qsy, pero recién ahora me doy cuenta que nunca escribí nada sobre Andy Warhol. Y eso que es el artista sobre el que más leí y del que más cuadros tengo colgados en mi casa (3 AW contra 1 Kandinsky y 1 Malevich hecho con mis propias manos). Fui a ver las dos exposiciones que se montaron en Buenos Aires, una en el Borges y la otra en el Malba, esta última muy representativa de toda su producción (hay un catálogo divino). ¿Cómo puede ser que nunca haya escrito nada sobre él? La respuesta es obvia. Me parece que lo poco que escribí en mi vida se lo robé a este neoyorkino trasnochado que todos los domingos iba a misa con su mamá. En este textito de presentación que con suerte ustedes van a leer la única idea original está en la última oración. Nadie quiere enfrentarse cara a cara con su propio fraude. Andrew, allá vamos.



¿Quién o qué era AW? No sé si alguien puede responder esto, fue muchas cosas: artista multifacético, pintor, escultor, serigrafista, copiador, director de cine, desanimador de fiestas, productor de una banda de rock, una imagen de sí mismo, escritor, ¿filósofo? Trabajaba todo el tiempo, incluso cuando iba a las fiestas, que después de trabajar era lo que más le gustaba hacer.

Como sabemos, las vanguardias históricas tuvieron ese proyecto de acoplar la vida con el arte y la obra. Bueno, 50 años más tarde AW fue el que lo concretó. Eso sí, en ese acoplamiento entre arte y vida AW hizo algo que a los “amantes” del arte les reventó el hígado. Logró que el arte se invirtiera en su contrario (lo mercantil, lo banal, lo insípido), y que la vida se volviese espectáculo, exhibición, publicidad, es decir, un simulacro de vida. Temo pecar de reduccionista al decir que ningún artista norteamericano (por no decir ningún artista del siglo XX, salvo quizás Picasso y Dalí) es más fácilmente reconocible que él. Al mismo tiempo, nadie conocía la vida íntima de este personaje público. Por ejemplo, cuando murió su mamá, con la que convivió siempre, ni siquiera sus amigos más cercanos se enteraron. Tal vez no tenía amigos cercanos. Cuando le preguntaban por ella, respondía que se había ido de compras. Ir de shopping posiblemente fuera su imagen del paraíso. AW era comprador compulsivo. Cuando murió, en 1987, encontraron miles de paquetes sin siquiera abrir.

Para algunos, “rebajó” el arte hasta volverlo un dispositivo de reproducción mecánica, serial y anónima, cosa que ya habían hecho los dadaístas y Duchamp, pero AW le propinó un nuevo giro, porque no lo hizo CONTRA el arte y la vida de la clase media, como lo hicieron estos, sino A SU FAVOR. Eso sí, hay que ver si después de él el arte sobrevivió. AW fue un ensamblador que produjo un estilo-sin-estilo inconfundible. Chupate esa mandarina. Repetía todo el tiempo que el estilo no es tan importante.

La bibliografía sobre AW suele empantanarse en enunciados encontrados: ¿era un genio? ¿O un idiota? ¿Amó a Estados Unidos? ¿O lo odió? Mientras que en EEUU su obra fue resistida y rechazada, en Europa se la interpretó como una denuncia de la american way of life y del imperialismo yankee (sus sillas eléctricas, sus series de accidentes automovilísticos, y ni hablar cuando pintó en la década del 70 la cara de Mao y la hoz y el martillo). Otros críticos lo juzgan directamente como un propagandista del estilo de vida norteamericano. En fin. Es probable que producir contradicciones irresolubles en una sociedad obsesionada con reducir todos los problemas a blanco o negro conduzca a la incomprensión. Lo que pasa es que su obra es tan obvia, repetitiva y redundante, que pareciera imposible no comprenderla.



A AW no le interesaba tener razón. En mi modesta opinión, el valor incalculable de AW reside en la imposibilidad de fijar su significación en un único significado, pues para él defender A no imposibilita defender al mismo tiempo B. Tal vez no sabía que estaba haciendo polvo el famoso principio filosófico de no contradicción. ¡Enbuenahora!

AW fue una máquina de producir mensajes híper unívocos que se enrulan sobre sí mismos y generan contradicciones que se presentan con un único sentido palmario y obvio, sin dejar de ser perturbadores. Es muy difícil hacer esto, porque hay que evitar cualquier sobreinterpretación irónica o cínica. Al final siempre es como inevitable preguntarse: ¡¿qué está diciendo!? Sus mensajes explícitos son al mismo tiempo muy ambiguos. Uno mira los retratos de las latas de sopas Campbell’s o los de Marilyn (o mira reproducciones de esos retratos, es lo mismo; nótese que escribí “retratos de las latas”), y se pregunta, acostumbrado a la sospecha y las segundas intenciones: ¿qué hay detrás de esto? ¿Una glorificación o una denuncia? Hay las dos cosas.

Los años 50 estuvieron signados por una álgida discusión sobre la cultura popular-cultura de masas-alta cultura o “cultura” a secas. Bueno, AW la liquidó (aunque siga todavía vivita y coleando, mal que nos pese). En realidad, esa disolución ya la habían llevado a cabo los mismos medios de comunicación de masas, en especial la tele, mass media que siempre fue un bolo fecal difícil de tragar para la élite cultural. Un día le preguntaron con quién le gustaría cenar, y respondió: “Con la televisión”. Como siempre en AW, la contrafaz de esta respuesta desfachatada es que vivió angustiado por no alcanzar el prestigioso reconocimiento que concede el campo del arte. El problema es que ese deseo que impulsaba a AW, que su obra y sus gestos destituyentes se valoraran como obras de arte, implicaba restituir aquellos cánones que él estaba destruyendo. Nadie como él remató los mitos del origen, la autenticidad, la originalidad y la firma, cuestiones medulares para definir qué era arte a lo largo de toda la Época Moderna. No hay que perder de vista que Marcel Duchamp, que sin duda pavimentó el camino para este derrocamiento, ya exhibía una réplica exacta de su orinal invertido en el MoMA (el mingitorio Mot original se había perdido en una mudanza). AW conocía muy bien esa tradición.



AW tuvo un método muy curioso para validar la función de la copia en el campo del arte. En lugar de ocultarlo, lo convirtió en parte del proceso creativo —ya estaban dadas las condiciones tecnológicas para ello. Creó originales que eran “casi” indistinguibles de sus referentes, que se caracterizaban precisamente por ser copias idénticas como cualquier mercancía que se comercializa en un súper o se exhibe en una revista de chimentos. Las de AW eran copias de esos originales y a la vez eran originales fabricados serialmente. En fin, un original que era una copia de un original que no tenía original. No hay mejor ejemplo para explicar este curioso método que todo el estrambótico fenómeno que produjeron las híperfamosas Cajas Brillo, empezando por cómo las creó: ni la idea fue suya, se la recomendó su amigo Henry Geldzahler, que en ese momento era ni más ni menos que el comisario de arte del MET (de hecho, casi todos sus grandes “éxitos” se originaron por recomendaciones de sus amigos o de los lúmpenes que frecuentaban la Factory). Las Cajas Brillo eran réplicas exactas de las cajas con las que esa empresa repartía sus productos de limpieza en los supermercados, solo que en lugar del cartón original AW las hizo de madera y sobre ella estampó el logo hasta volverlas indistinguibles (ironías aparte, el que había diseñado las cajas “originales” era otro artista que se ganaba la vida trabajando para la industria). Si alguien se pusiera puntilloso y tratara de distinguirlas, tendría que detenerse en los errores. En las cajas que hizo AW ayudado por su cómplice Gerard Malanga se encontrarían fallas de impresión, manchas y tinta corrida, que en las cajas originales, por el propio control de calidad que imponen las empresas, no hallaríamos, es decir, al revés de lo que sucede a la hora de distinguir una obra original de un pintor de alguna de las copias que hay en el mercado (pienso en el controvertido caso de Rembrandt, cuya obra se redujo casi a la mitad desde el siglo XIX a hoy). Cuando las expuso en 1964 en la Stable Gallery estaban apiladas como lo están en el depósito de cualquier súper. Lo más desopilante, igual, ocurrió después. La muestra fue comercialmente un desastre, no se vendió nada. Unos meses más tarde compraron desde Canadá no sé, no me acuerdo, pero digamos 50 cajas. Cuando llegaron a la aduana, no las dejaron ingresar, salvo que pagara los 4.000 dólares del impuesto que se aplicaba a las importaciones: fueron consideradas mercancías y no esculturas (si hubieran sido esculturas, obviamente, no habrían pagado ese impuesto). Lo gracioso es que los tipos de la aduana, desconfiando de su propio criterio estético de discriminación, llamaron al director del museo de Canadá para corroborarlo, Charles Comfort. Comfort avaló el juicio de los aduaneros: eso no era arte. Las devolvieron a NY. En un documental que filmaron al poco tiempo el director, Ric Burns, le comentó que el gobierno de Canadá declaró que las cajas no podían considerarse originales y por lo tanto no podían calificarse como arte: “¿Está de acuerdo con eso?”. AW respondió: “Sí”. “¿Está de acuerdo?”, le repreguntó Burns, atónito y sorprendido. Y AW volvió a decir: “Sí, porque no son originales”.



Si la vanguardia nació cuando Van Gogh se cortó la oreja (para poner un acontecimiento significativo y falso), la vanguardia terminó cuando AW mandó a un doble suyo, Allen Midgette, a dar conferencias en unas universidades del interior de EEUU. Como a esa altura AW era 1 de los iconos más masivos de la vida norteamericana, los docentes universitarios, astutos, se percataron que el personaje que estaban viendo no era el auténtico AW —igual, les llevó un par de charlas chequearlo, de las que AW tuvo que devolver el dinero que había ganado. A AW no le gustaba hablar, tenía pánico de hablar en público. Basta con ver alguna de las innumerables entrevistas que le hicieron: responde con monosílabos o directamente le pide a alguno de sus amigos que responda por él. Una vez le dijo a un entrevistador que le anotara las respuestas que él tenía que dar y listo.

En otra nota futura voy a referirme al pequeño “problemita” de la sexualidad en nuestro extraño héroe. Me gustaría cerrar estas confesiones con la única idea original de todo este sesudo escrito: ¿quién sería el equivalente de Andy Warhol en nuestro enorme país de infantes? Si hay un artista en Argentina que se parece en algo a AW es Charly García, cuya obra pictórica está todavía por descubrirse.



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