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Microrrelatos de arte: Minujín

Minujín y el arte auténtico por danimundo


Desde que leí La genealogía de la moral supe inconscientemente que iba a ser filósofo. Una cagada. En verdad me hubiera gustado ser otra cosa: pintor, por ejemplo, o escritor. Pero no fue. Para ser nada, nada mejor que ser un filósofo.



Como sea, con el afán de cumplir este objetivo consciente que me imponía estudié pintura en una escuela de arte que quedaba en barrancas de Belgrano. Había diferentes materias. La que me parecía más absurda y fraudulenta era una en la que me enseñaron a calcar. No había que copiar la realidad ni copiar las fotografías de la realidad, ¿para qué? Bastaba con calcarlas. Durante muchos años me sentí estafado por esta idea: ¿calcar la imagen en lugar de copiar la realidad? ¿De qué manera iba a haber creación a partir de la copia? Imposible. Me llevó un tiempo darme cuenta de lo que estaba ocurriendo. En un momento, y como por casualidad, comprendí el auténtico mensaje del arte del calco y la copia desfachatada. Hace tiempo que algunos mitos desaparecieron, aunque sus colores sigan confundiéndonos.


En mi primer libro sobre el porno negocié con el editor la introducción de una serie de imágenes. La idea era que las imágenes tuvieran un tema paralelo a lo que argumentaba el texto escrito, y que ambos discursos nunca se tocaran. No me interesaba que las imágenes “ilustraran” alguna idea elaborada en el texto. Hasta casi me hubiera gustado que las imágenes, antes que ser funcionales al discurso verbal, sirvieran para distraer al lector, como si fueran spots publicitarios intercalados entre ideas densas. No sé si llegaron a cumplir ese objetivo ni si hay ideas en ese libro.

Mi segundo libro sobre el porno ya iba con otro plan para las imágenes: iba a mostrar algunos de los cuadros que pinté en ese año. Entre un libro y otro sucedieron cosas que clarificaron mi mente obnubilada. Una madrugada de verano, cuando volvía a casa de no me acuerdo dónde, me encontré al lado del tacho donde se tira la basura 3 tomos de educación sexual. Era el libro que estaba necesitando. Lo había publicado Salvat en los años 70. Eran años esos en los que la familia progresista tenía que reeducarse para ubicar en su nuevo lugar la sexualidad de sus hijos. A mi familia esos libros no llegaron. La contradicción angustiante que esta familia estaba viviendo no puede ser mejor representado que en este libro de divulgación. El texto informativo que acompaña las imágenes está escrito como un manual de necrología, el lenguaje aséptico de un médico normal y corriente. El erotismo brilla por su ausencia. Lo interesante pasa igual en el discurso de las imágenes. Allí hay dos series. En una, fotos de hippies de la década del 60 fumando evidentemente marihuana, con barbas o bailando semidesnudos. En la otra, dibujos anatómicos de los órganos sexuales y del acto reproductivo. Tal vez esa noche no tenía todas las luces prendidas, pero encontrar ese libro en ese momento fue como una llamarada surrealista. Empecé a calcarlos. Iba con los libros por toda la casa. Un tomo aparecía en el baño, otro en la pileta del lavadero, y así. Estuve un par de meses calcando sin saber muy bien lo que buscaba. Hasta que un día mi hija más chica dejó en la mesa de la cocina un esmalte de uñas. Me quedé un rato mirándolo. Mi debilidad es la tinta china, siempre me pudo. Pero ahí advertí que el esmalte de uñas tiene algo de tinta china, por lo menos el pincelito, me dije. A ver. Y sin su permiso lo abrí. Ya el olor me embriagó. Lo usé para pintar uno de mis calcos. De ahí en más todo se aceleró locamente. Empecé a mezclar diferentes calcos, pintándolos con diferentes esmaltes. Llegué a tener más de 50 colores. De hecho, las chicas ya hablaban de los pinta-uñas de papá, que cubrían la mesa y que corríamos para un costado cuando comíamos. La fiebre duró unos meses. Sobre el croquis de un cerebro yo pintaba el dibujo de una pija y le ponía diferentes nombres: La gran idea, Una buena idea, y así. Después coloreaba los dibujos anatómicos que aparecían en el libro. Por todos lados había pijas erectas, vaginas penetradas, dibujos travestidos, que pintaba con los esmaltes de las nenas. El significante se había liberado, el falo aparecía abiertamente en todos lados, el régimen heteronormativito estaba siendo derribado. Mis hijas se ríen cuando les digo que yo no me represento ni me siento UN hombre. Que yo no soy una cosa.

Por unos días creí que estaba aportando una imagen original al súper saturado campo del arte: nunca se habían representado pijas de esa manera tan literal y obvia. Nunca se había exhibido el falo de un modo tan pop y dominante, me decía. Qué imbécil. Una vez más me equivocaba.


Un día vino a casa mi amiga Vani Agostini y le mostré lo que estaba haciendo (esto ocurrió en los años prepandémicos, 2018 si no recuerdo mal). Me dijo: boló, en una galería de Recoleta están exponiendo unos cuadros de la Minujín donde ella pinta lo mismo que esto, y señaló mis cuadritos. Era sábado, tenía tiempo hasta el miércoles. La serie se llama Frozen Sex, y son pinturas y dibujos de órganos sexuales que Minujín había pintado en 1973 y que había expuesto en Washington. Cuando quiso hacerlo acá, unos meses más tarde, la muestra fue censurada tres horas después del cóctel de inauguración. En 45 años esos cuadros nunca habían sido mostrados. A algunos de esos cuadros les saqué fotos. Son las imágenes que acompañan esta crónica.


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